Yo al menos lo tengo claro. Cualquier forma de gobierno que carece de oposición, sin temor a la duda, corre el riesgo de hacer y deshacer a su antojo y degradar día si y día también las normas que deben regir un funcionamiento mínimamente democrático. Y lo peor de todo es que, cuando esa forma de gobierno monocolor y monopartidista no necesita rendir cuentas ante nada ni nadie, e incluso con el paso de los años ve intocable su hegemonía como ocurre en Arrankudiaga, dicha degradación es asumida con resignación por los vecinos y las vecinas que la soportan. Hasta el punto de que en muchos casos la resignación se acaba “llevando con cierta normalidad”. Pues yo me rebelo. Estoy en contra de que nuestro alcalde funcione como un caudillo y me considere un súbdito más que tenga que callar por mucho que oiga o vea. Me niego incluso a que como mucho se me otorgue “licencia” para chismorrear en voz baja en la plaza o por los bares. Como si el derecho a la crítica en este pueblo solo pueda ser ejercido en función de si el afectado sea o no vecino o vecina del pueblo, de “siempre del pueblo” o haya hecho más o menos “favores”. Eso si, dependiendo también de a quién se hayan hecho esos favores y de qué amigos tengas, todo hay que decirlo. Y es que en estos ocho años (nada más ni nada menos) en los que el PNV gobierna en solitario en el pueblo, han sucedido y están sucediendo una serie de graves y turbios episodios sobre los que yo al menos dudo que haya un buen montón de gente que no se entere. Y lo dudo porque hay muchos vecinos y vecinas que en “petit comité” manifiestan con total seguridad de que “esto se ha tapado porque les conviene, esto se ha concedido por ser familiar del alcalde o aquella está trabajando por ser quién es”. Incluso, te aseguran con la certeza del que tiene datos, que para conceder una cosa se ha estado largo tiempo “cocinando” a parte o que ciertas condiciones de trabajo se han elaborado “a medida” para alguien en concreto. Arrankudiaga y Zollo no se merecen esto.

Ozenki
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